Decenas de veces se había preguntado cómo superar las fobias que desde pequeño le perseguían.
Durante toda su vida había intentado
por todos los medíos que nadie descubriera todos aquellos miedos que lo
acompañaban y que no le dejaban vivir con naturalidad.
Únicamente la madre conocía su miedo a la oscuridad y la congoja que le producía,
cuando a la hora de dormir y después de darle un beso en la frente, le cerraba
la puerta sin clemencia y le apagaba la
luz del dormitorio, -¡no mami por
favor, no mami!-, le suplicaba.
Recuerda con terror, la angustia, la desesperación y el sentimiento que se
apoderaba de él en el preciso instante en que la luz dejaba de existir. Su
corazón palpitaba queriendo abandonar su cuerpo, sus ojos se abrían con la
inútil esperanza de que abriéndolos vería algo entre la opacidad más absoluta. Por el contrarío, otras veces los cerraba empleando todas sus fuerzas para luchar contra aquello
que lo martirizaba y que siguió siendo así durante toda su vida.
Beltrán era un gran torero, un héroe en el ruedo. Su presencia llenaba las plazas, gracias a
su dominio de todas las suertes, era el matador
con mayúsculas que se jugaba la vida todos los días.
Entre sus innumerables triunfos y premios a la valentía torera, contaba con ciento veintiún Galardones de Ayuntamientos de toda España. Fue triunfador de diez Ferias Taurinas, la última de ellas, la de Almería, ganador del Capote de Paseo en Granada, del Escapulario de Oro en Valencia, del galardón a la Faena más Valiente en Cantabria, etc. etc. Y hasta le habían concedido la Medalla de Oro de las Bellas Artes.
Entre sus innumerables triunfos y premios a la valentía torera, contaba con ciento veintiún Galardones de Ayuntamientos de toda España. Fue triunfador de diez Ferias Taurinas, la última de ellas, la de Almería, ganador del Capote de Paseo en Granada, del Escapulario de Oro en Valencia, del galardón a la Faena más Valiente en Cantabria, etc. etc. Y hasta le habían concedido la Medalla de Oro de las Bellas Artes.
Desde que debutó en México había
cortado más de 1800 orejas. Su alternativa fue retransmitida por Televisión Española desde Las Ventas, salió a hombros después de cortar
dos orejas, y desde entonces las más de
treinta ocasiones en las que el toro lo había corneado no consiguieron
amilanarlo ni apartarlo de los ruedos.
Aclamado por multitud de seguidores que lo vitoreaban por su valentía,
Beltrán era incapaz de subirse a un ascensor, otra de sus fobias. Él se
escondía tras frases hechas como: -son
supersticiones -, pero la realidad
era otra bien distinta. Eran miedos insuperables a la oscuridad y a los
espacios cerrados.
El diestro llegaba al hotel tras una gran faena y quien llegaba en realidad era el hombre
enfrentándose a sus miedos. En la soledad de su habitación lidiaba con los
toros más bravos que aparecían en las tinieblas de la noche y en la opacidad de
puertas que nunca se podían cerrar. Necesitaba que las habitaciones fueran grandes y que contasen con varias dependencias, lo que a estas
alturas de su carrera, ya consagrado, podía permitírselo, pero cuando empezó,
en aquellos hoteles de poca monta, por
cualquier pueblo de Dios, había vivido más de una anécdota que guardaba en estricta intimidad.
Una noche, en un pueblo de Sevilla un
apagón lo dejó al cabo del miedo y al borde del precipicio, pasó tan mala noche
que peligró el gran cartel que al día siguiente compartiría en La Maestranza
con el Juli y El Cordobés.
El pueblo se encontraba en la más absoluta de las negruras.
Beltrán en un simulado tono de autosuficiencia, le exigió al mozo que fuese a pedir una solución, y éste bajó a la recepción, pero no había nadie. El mozo casi a tientas y ayudado a intervalos por un mechero, buscó velas, linternas, cualquier cosa con la que poder alumbrarse, pero nada encontró. Salió a la calle y comprobó que el bar de la esquina estaba cerrado y a duras penas volvió a su habitación pensando que pronto se solucionaría el apagón. Entró en la habitación del diestro, pero no vio signos de vida, por lo que decidió que en aquellas circunstancias lo mejor sería irse a dormir.
El pueblo se encontraba en la más absoluta de las negruras.
Beltrán en un simulado tono de autosuficiencia, le exigió al mozo que fuese a pedir una solución, y éste bajó a la recepción, pero no había nadie. El mozo casi a tientas y ayudado a intervalos por un mechero, buscó velas, linternas, cualquier cosa con la que poder alumbrarse, pero nada encontró. Salió a la calle y comprobó que el bar de la esquina estaba cerrado y a duras penas volvió a su habitación pensando que pronto se solucionaría el apagón. Entró en la habitación del diestro, pero no vio signos de vida, por lo que decidió que en aquellas circunstancias lo mejor sería irse a dormir.
Beltrán se había metido debajo de la cama y allí permaneció rezando el
padre nuestro y el ave maría, durante las horas que duró el apagón. Cuando vio
la luz del día y al intentar estirarse le crujieron todos los huesos del
cuerpo, se santiguó, y se dijo,-no puedo
venirme abajo-.
La última cogida en la Monumental de Pamplona, lo tuvo dos meses a la
sombra. Ocurrió cuando toreaba su quinto toro. Un mal quiebro en el tercio de banderillas le
ocasionó una cornada de veinte
centímetros en el triangulo de scarpa que
casi le secciona la femoral y por la que perdió tres litros de sangre. Su estado era gravísimo según dijo unos de los
doctores, después de intervenirlo quirúrgicamente.
Mientras se debatía entre la vida y la muerte, entre el túnel y la luz del
fondo, Beltrán hizo un repaso de toda su
vida. De niño a torero, sin adolescencia,
ni juventud, sin medias tintas,
el todo por el todo como única opción de una vida enfrentándose al miedo.
Aquella mañana se levantó con una predisposición especial, la primera faena
del día sería lidiar con el espejo. Mejor salir del burladero de sus cuarenta y dos años. Ya
era hora de enfrentase a sí mismo. Se situó ante él y vio al hombre que era en realidad, sentía
que cualquier monosabio tenía más
valentía ante la vida que él. A su
espalda, su madre, todavía seguía repitiéndole,
-un cobarde no llega a ningún
sitio-.
Mantuvo una conversación con su oponente
y dejó a un lado las falsas vanidades. Allí se manifestó el auténtico, él que
no se ocultaba tras el mítico ideal del torero que parecía tener el monopolio de la valentía. Allí se enfrentó ante un cobarde, ante el
hombre de carne y hueso, como tantos otros hombres anónimos que se habían
levantado esa misma mañana. Un actor de su propia historia, y no al matador que
lidiaba toros bravos de Miura. Había llegado el día de hacer un ajuste de
cuentas consigo mismo, clavar el estoque al espejo y embestir a quien allí
se reflejaba, una cura de humildad para acabar reconociendo
como era en realidad. Hoy era él mismo el que se daba el toque de gracia
después de vencido en la arena.
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Inmaculada Jiménez Gamero
Algún día te contaré mis miedos, me he sentido identificada con Beltran,yo también tengo verdadera fobia a la oscuridad, pero tiene su explicación.
ResponderEliminarParece que este relato lo has escrito para mi, solo que soy mujer y no soy torero. Ya te contaré. Un abrazo de una cobarde que no soporta la oscuridad.
Deseando que me lo cuentes, pero con luz. ♥
EliminarNunca imaginé que una historia cuyo protagonista es un torero pudiera gustarme tanto, siendo antitaurina como soy. Excelente relato, Inma.
ResponderEliminarGracias Mar qué honor le haces a otra antitaurina...
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