AQUÍ, TAN JOVEN... |
Existe un apego a las fechas imborrables que se colocan
en un almanaque de lealtad a los recuerdos. Paradas de viajes, albergues escondidos
en plena naturaleza de la materia blanca, estaciones donde resulta imposible no
darse cuenta de la fragilidad humana. Y al mirar por la ventanilla del vagón donde
transcurre la vida es cuando tu mirada azul me dice adiós y las últimas cosas
adivinables insisten con pupilas pacíficas. El agua encarcelada brilla y tú te duermes
al descubrir la noche. Oigo la última palabra, todavía festiva, que pronunciaste
el domingo, silbaba entre tus dientes. Después llegaron días laborables y en la
noche del lunes al martes llovió en mi biografía.
Me pareció escucharte decir (caprichoso paréntesis el que manda en las emociones); que era tu vuelo, que ya tocaba emprenderlo, que
rendirse, a veces, es la única salida, y te encerraste en mis brazos para
siempre. El azar tiró sus dados y no admitió más rondas. Tu cuerpo se desmoronó
como aserrín, te visualicé soplando en el banco de trabajo las diminutas partículas de madera. Allí estuve, presintiendo tu viaje, testigo
del despegue, hablándote desde el silencio y conteniendo la cordura en el
abismo de las palabras. Ellas, moribundas, aún contenían trazas de fe, anhelos de
que no todo se redujera a ser como el polvo que vuela o la ceniza que no
vuelve. Y ahí me quedé, y ahí sigo.
Casualidad o destino el cuándo ya estaba escrito, la
certeza había liberado la pregunta, y estuvimos solos en el umbral que desanuda
los sentidos y que es eterno en esta dimensión conocida. Paso fronterizo donde nos
reconciliamos, si es que algo tenía que avenirse entre nosotros. Siempre se han
escrito historias sorprendentes entre padres e hijas, esto es solo el esbozo
de un final. Como Alma, la protagonista de
El pie de mi padre, yo siempre te estuve buscando, de otro modo,
eso sí, no tuve que reconocer tu pie para saber que eras mi padre. Yo siempre
lo supe porque ellos, nuestros pies, nunca se perdieron de vista y porque también eran iguales. Te buscaba de otro modo; un estado de ánimo en la
intensidad añil de tu iris, al superhombre que había más allá de cualquier creencia, a quien confió en mí sin
hacer preguntas una vez superada la prueba de saber que no había cumplido sus
expectativas. Tenías razón, casi ningún hijo las cumple, yo misma no he
cumplido mis propias expectativas y te hablo desde un presente en el que creo
que ya no se cumplirán.
Corté un mechón de tu pelo… tan blanco, no sin que
temblaran mis dedos y habiéndote pedido permiso. Permiso para robarte el ADN
tuyo y mío. De vez en cuando abro la
caja roja y sigue igual, entre gris y blanco. Y fui testigo del
parto de la muerte, y la muerte es un traslado espiritual, y entonces lo entendí
todo, y prologué la experiencia estando a tu lado, observando tu
transformación. Seguramente tuviste una guía espiritual en ese pasaje. Días atrás en alguno de los momentos de tu estado encefalopatíco, habías nombrado
varias veces a tu madre: la amabas de un modo venerable. Cómo entender
si no la placidez de tu cara… dicen que los seres queridos vienen a buscarnos.
Después de una mínima agitación respiratoria me
pareció notar que te habías liberado, sentí tu descanso y la emanación serena que te rodeaba.
Aquella aparente fragilidad, ese trance que
compartimos y que me mantuvo en guardia, era en realidad el libro de la vida y
de la muerte, lo aprendí del tirón como
se aprenden los juegos de la infancia. Nunca se olvidan.
Sentí un escalofrío y retiré mi mano que descansaba
sobre la tuya, y que ya era un amasijo de huesos, venas azules, y nervios en
calma. Y desprendiste una paz solemne, y
te dejé ir, y te di las gracias por todo. Gracias, gracias… te dije muchas
veces, y por un momento pude ver la luminaria que vegetaba dentro del hombre
que fuiste. Tus manos de trabajo y garlopa, de barniz, madera y lija, se habían
ido mucho antes, y mayo tuvo veintisiete desconsuelos.
Unos días antes, magullado de coma clínico aún cabía
la esperanza que volvieses. Y volviste con un amago de fuerza desde algún lugar
sombrío, y tus ojos se abrieron como ventanas en respuesta a mi —te quiero—.
Y contestaste con voz áspera, —yo también te quiero—.
Yo también te quiero… yo también te quiero… jamás lo
habíamos dicho antes. Incluso alguna vez creí que nunca me quisiste… que nunca
me quisiste. Y también alguna vez te odié porque me heriste, y herir se hiere amando, y se odia
también queriendo. Lazos y razones no nos faltaron.
Fuiste océano durante unas horas y creí que la
muerte no iba contigo, y corrí por el pasillo gritando que habías vuelto, que
habías despertado. Entonces confirmé mi sospecha; los que viven en coma oyen, el
sueño profundo es un oasis. Supe que la vida es un soplo y que la muerte es parte de lo mismo.
Han pasado veinte años y aún me huelen las manos a
tu pelo.
Amanda Gamero
SafeCreative
27 de Mayo de 2017
Cuando muera, será un verdadero honor haber dejado este poso en mis hijas. Que sentido Inma, que bonito. Que emocionante la vida y la muerte. Tu padre estará cuidando de ti, como tu abuela hizo con él. Hasta el último suspiro.
ResponderEliminarUn besazo Amanda.
Eso debemos creer, o como mínimo alimentar esa esperanza, la incerteza, de todos modos lo alberga todo, Fabián.
EliminarNO ES BONITO, VA MUCHO MÁS ALLÁ , ES BELLÍSIMO LO QUE CUENTAS Y CÓMO LO CUENTAS.ME HAS EMOCIONADO.SIEMPRE ENCANTADA DE LEERTE.
ResponderEliminarLeerlo ha sido desgarrador y revelador al mismo tiempo; me ha devuelto recuerdos postergados, aún sigo llorando pensando en las coincidencias, no creo en las coincidencias. Gracias.
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