Sobrevino el silencio, inmediatamente la oscuridad se adueño del espacio y del tiempo. De alguna manera, todos habíamos muerto ese día.
Recuerdo que era festivo, íbamos a buscar a mis abuelos y nos preparábamos todos para salir de casa, mis padres, mis tres hermanos y yo.
Mi madre ya había preparado a la chiquitina y la entretenía sobre la cama, mientras ella se engalanaba ante el espejo del tocador estilo americano, que mi padre con sus propias manos había construido.
Estaba muy guapa, especialmente hermosa, se ponía el vestido estampado de los domingos y se maquillaba los ojos con aquel color verde que le sentaba tan bien, y que la hacía parecer aún más joven. Mis hermanos y yo nos vestíamos solos.
-Ya sois unos hombrecitos- Nos decían.
Pero al final siempre resultaba que les tenía que ayudar a los dos.
Con trece años ya ejercía una cierta autoridad a la hora de ordenarles como tenían que hacer las cosas. Ellos tenían diez y ocho, los chicos, y la pequeña y gran triunfo de mi padre, solo tenía cuatro.
Mi padre siempre era el primero en estar preparado, y daba paseos por el pasillo de la casa, haciéndose notar con el tintineo de las llaves en la mano y con sus largos pasos repicando en el terrazo.
La algarabía lo rodeaba todo; bromas, risas, correteos desde la puerta de la casa y hasta el coche.
-¡A ver quién llega primero!
-¡Yo me pongo aquí, tú allí!
-¡Qué yo llegué antes!
Por fin mi padre arrancó el motor. Qué bien sonaba el coche nuevo, parecía uno de esos automóviles de las películas americanas. Ninguno de mis amigos de Manresa, el pueblo donde nací y me crié, tenía uno igual.
En el trayecto continuaron las risas, bromas y canciones que entonábamos todos juntos, parecía que iba a ser un gran día.
Aún me parece oír como cantábamos todos, aquella canción popular que tan famosa habían hecho los payasos de la televisión.
…En el coche de papa, nos iremos a pasear…
Ninguno de nosotros imaginaba lo que iba a suceder, la vida nos depara cosas que nunca alcanzamos a sospechar, y que luego nos dejan el rastro más amargo hasta el final de nuestros días.
Ya sólo faltaban unos quilómetros y se había serenado nuestra efusividad infantil. Todos mirábamos por las ventanillas, esperando identificar la calle donde estaba la casa de los abuelos.
De repente oí un estallido, un traqueteo, y como el pinchazo de un globo gigante. Después voces inconclusas de mi madre, gritos aterrados de mis hermanos, un golpe ensordecedor de metales impactando, hierros retorciéndose, y cristales desintegrándose sobre el asfalto, en un caos eterno que duró cinco segundos, sólo cinco segundos.
Seguidamente todo formó parte de un silencio relativo, dentro de aquel ataúd de plancha y chapa.
Acababa de experimentar, sin yo saberlo, el concepto de la gravedad terrestre, y la fuerza que ejerce un vehículo con seis personas dentro, al caer desde un puente de veinte metros.
Durante un tiempo indeterminado todo formó parte de un limbo extraño, de un paréntesis doloroso que iba a establecer un antes y un después en mi vida. Después todo se paró en un paisaje dantesco.
Pude ver a mis hermanos gimiendo casi inconscientes, y a mi padre buscándonos con la mirada y extendiendo sus manos.
Aturdido y horrorizado salí por la puerta delantera que había quedado abierta, y me acerqué hasta mi madre que yacía en el asfalto. Su menudo organismo impactó con el cristal delantero, y salió despedida a unos metros de distancia del coche.
Me aproximé a su cuerpo y toqué su cara con mis manos, instándole a despertar, para luego zarandearla más enérgicamente. Pero ella no respondía a mis ruegos, no respondía a mis ruegos.
Recuerdo que grité con todas mis fuerzas y maldije al mundo, retándolo con mi rebeldía.
¡Voy a escupir al mundo que me ha hecho ésto!
Ella, ajena a todo, tan hermosa como antes y con su rostro inmaculado, esbozaba un semblante de resignación, y su boca entreabierta parecía querer hablarme, como hasta hacía poco lo había hecho, pero sólo un hilo de sangre brotó de sus labios color de rosa.
Empezaron a llegar personas que yo no conocía, en un trasiego artificial y frío como la muerte, alguien me retiró de mi madre sin vida, y un sonido de sirenas lo envolvió todo, en un sinsentido de alarmas y de luces de emergencia.
Mi hermana lloraba sin parar atendida por los efectivos, y mi padre abrazado a mis dos hermanos, parecía un zombi, o un loco recién salido del psiquiátrico.
Habíamos tenido un accidente de tráfico que cambiaría nuestras vidas por completo. Esa era la cruel realidad de lo sucedido, en solo cinco segundos se deshizo la vida de mi familia, la vida de juegos imaginativos que inventábamos en casa. En aquella casa de largo pasillo, por el que correteábamos, y que una vez nos atrevimos a llenar de agua para nadar con nuestras gafas de buzo.
Las ambulancias con todo el arsenal de equipos técnicos y operativos nos atendían las heridas y rasguños superficiales, que habíamos sufrido. Nos hacían preguntas sin importancia, para entretenernos, preocupados por nuestro estado psíquico. Pero yo clamaba por mi madre y preguntaba por ella, a pesar de presentir que ya nunca volvería a decirme todas las cosas que con tanta delicadeza me transmitía.
…No puedes salir corriendo del dentista… cuando te miren las chicas pensaran,…con los ojos tan bonitos que tiene y mira que dientes…
Efectivamente ya nunca volví a verla, más que en mis sueños, y en una pequeña foto que siempre me acompaña, y donde desde hace ya tiempo, ella es más joven que yo. Muchas veces me pareció escuchar su voz llamándome, y creo que siempre la he tenido cerca de mí.
Al macabro destino, debió de parecerle bien llevársela con tan solo treinta y dos años, y en un simple transcurrir de cinco segundos, pero yo me atormenté durante mucho tiempo, preguntándome, por qué me había quitado a mi madre.
A coletazos fui sacudiendo mis traumas, sin ayuda de psicólogos que seguramente no nos hubiesen ido nada mal, tanto a mí, como a mis hermanos.
En el hospital y después de un riguroso examen, y de un arsenal de pruebas, nos sentaron a los cuatro en un banco de la sala de espera.
-Pobres niños, es un milagro, sólo han sufrido rasguños-. Le escuché decir en voz baja a una enfermera.
Allí nos entretuvieron con pastas y juguetes, en un intento desmesurado por ocultarnos lo sucedido.
Recuerdo especialmente a una de ellas, esmerándose por disipar la tristeza de aquella tarde de domingo, extremándose en resultar simpática para alejarnos un poco de lo que habíamos vivido.
Esperábamos no se qué clase de sentencia, o más bien confiábamos que alguien vendría a recogernos, ya que mi padre con varias costillas rotas, tenía que permanecer en el hospital durante varios días.
Cuando llegaron mis tíos, se abrazaron a nosotros con cariño pero yo captaba en sus gestos y miradas, la tensa calma de asimilar que cuatros niños se habían quedado sin su madre, y sobre todo notaba sus propósitos de edulcorar ante nuestros ojos un drama de tal calado.
Qué iba a ser de nosotros a partir de entonces.
Días después, al pasar por el taller de carpintería de mi padre, cuando nos dirigíamos a la escuela, me detuve ante el cartel que había pegado en la puerta, -Cerrado por defunción- decía.
No sabía que se llamaba así cuando alguien moría, ni que se tenía que avisar de ese modo a los demás.
Cuando llegué al colegio todos me miraban con ojos de pena, y a mí no me gustaba sentir sus disimulados cuchicheos.
El profesor de religión, Don Roberto, empezó a dar la clase del día diciendo: La Biblia dice que cuando alguien muere, “sale su espíritu y vuelve a su suelo”, morimos porque somos descendientes de Adán, quien cayó. Sin embargo, esta muerte no es la muerte final, por eso la Biblia en muchas ocasiones la llama “sueño”.
Tiré los libros de la mesa con furia, al mismo tiempo que me levanté, y con mucha cólera contenida, grité, - ¡¡¡Pues yo quiero que se despierte mi madre, todo eso es un cuento de ignorantes!!! Y salí corriendo de la clase, escondiéndome en el hueco de la escalera que había cerca de la salida.
Don Roberto era un hombre rotundo pero bueno, alto y un poco obeso, con unas manos muy grandes que parecían rastrillos de labranza, y una calva incipiente que le hacía parecer mayor.
Cuando me vio salir de clase, se quedó tieso como un ajo, y no hizo ningún intento de prohibirme que saliese.
Fue a los pocos segundos cuando salió al corredor, y me llamó por mi apellido como tenía costumbre hacer, pero yo no salí de mi escondrijo.
Tuvo que emplear mucha paciencia conmigo, en sus clases que se me hacían eternas, y con aquellas respuestas que daba en los exámenes, en las que contestaba lo primero se me ocurría y que nada tenía que ver con la pregunta. Era mi forma de rebelarme con el Dios del que él tanto hablaba y al que yo hacía responsable de mis males.
Y es que las heridas de la niñez son las más profundas, y causan el mismo efecto que la sal en la tierra.
14 de Febrero de 2013
Inmaculada Jiménez Gamero
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