martes, 26 de febrero de 2013

LA VIDA, UNA VIDA


Sobrevino el silencio,  inmediatamente la oscuridad se adueño del espacio y del tiempo.  De alguna manera, todos habíamos muerto ese día.

Recuerdo que era festivo, íbamos a buscar a mis abuelos y nos preparábamos todos para salir de casa, mis padres, mis tres hermanos y yo.
Mi madre ya había preparado a la chiquitina y la entretenía sobre la cama, mientras ella se engalanaba ante el espejo del tocador estilo americano, que mi padre con sus propias manos había construido.
Estaba muy guapa, especialmente hermosa, se ponía el vestido estampado de los domingos y se maquillaba los ojos con aquel color verde que le sentaba tan bien, y que la hacía parecer aún más joven.  Mis hermanos y yo nos vestíamos solos.
                   -Ya sois unos hombrecitos- Nos decían.
Pero al final siempre resultaba que les tenía que ayudar a los dos.
Con trece años ya ejercía una cierta autoridad  a la hora de ordenarles  como tenían que hacer las cosas. Ellos tenían diez y ocho, los chicos, y la pequeña y gran triunfo de mi padre, solo tenía cuatro.   
Mi padre siempre era el primero en estar preparado, y daba paseos por el  pasillo de la casa,  haciéndose notar con el tintineo de las llaves en la mano y con sus largos pasos repicando en el terrazo.
La algarabía lo rodeaba todo; bromas, risas, correteos desde la puerta de la casa y hasta el coche.
                  -¡A ver quién llega primero!  
                  -¡Yo me pongo aquí, tú allí!
                  -¡Qué yo llegué antes!
Por fin mi padre arrancó el motor.  Qué bien sonaba el coche nuevo, parecía uno de esos automóviles de las películas americanas.  Ninguno de mis amigos de Manresa, el pueblo donde nací y me crié, tenía uno igual.
En el trayecto continuaron las risas, bromas y canciones que entonábamos  todos juntos, parecía que iba a ser un gran día.
Aún me parece oír como cantábamos todos, aquella canción popular que tan famosa habían hecho los payasos de la televisión.
                En el coche de papa, nos iremos a pasear

Ninguno de nosotros imaginaba lo que iba a suceder, la vida nos depara cosas que nunca alcanzamos a sospechar, y que luego nos dejan el rastro más amargo hasta el final de nuestros días.
Ya sólo faltaban unos quilómetros y se había serenado nuestra efusividad infantil. Todos  mirábamos por las ventanillas, esperando identificar la calle donde estaba la casa de los abuelos.
De repente oí un estallido, un traqueteo, y como el pinchazo de un globo gigante.  Después voces inconclusas de mi madre, gritos aterrados de mis hermanos, un golpe ensordecedor de metales impactando, hierros retorciéndose, y cristales desintegrándose sobre el asfalto, en un caos eterno que duró cinco segundos, sólo cinco segundos.
Seguidamente todo formó parte de un silencio relativo, dentro de aquel ataúd de plancha y chapa.
Acababa de experimentar, sin yo saberlo, el concepto de la gravedad terrestre, y la fuerza que ejerce un vehículo con seis personas dentro,   al caer desde un puente de veinte metros.  
Durante un tiempo indeterminado todo formó parte de un limbo extraño,   de un paréntesis doloroso que iba a establecer un antes y un después en mi vida. Después todo se paró en un paisaje dantesco.
Pude ver a mis hermanos gimiendo casi inconscientes, y a mi padre buscándonos con la mirada y extendiendo sus manos.
Aturdido y horrorizado salí por la puerta delantera que había quedado abierta,  y me acerqué hasta mi madre que yacía en el asfalto. Su menudo organismo  impactó con el cristal delantero, y salió despedida a unos metros de distancia del coche.
Me aproximé  a su cuerpo y toqué su cara con mis manos, instándole a despertar,  para luego zarandearla más enérgicamente.  Pero ella no respondía a mis ruegos, no respondía a mis ruegos.
Recuerdo que grité con todas mis fuerzas y maldije al mundo, retándolo con mi rebeldía.
                        ¡Voy a escupir al mundo que me ha hecho ésto!
Ella, ajena a todo, tan hermosa como antes y con su rostro inmaculado,  esbozaba un semblante de resignación, y su boca entreabierta parecía querer hablarme, como hasta hacía poco lo había hecho, pero sólo un hilo de sangre brotó de sus labios color de rosa.

Empezaron a llegar personas que yo no conocía, en un trasiego artificial y frío como la muerte, alguien me retiró de mi madre sin vida, y un sonido de sirenas lo envolvió todo, en un sinsentido de alarmas y de luces de emergencia.
Mi hermana lloraba sin parar atendida por los efectivos,  y mi padre abrazado a mis dos hermanos, parecía un zombi, o un loco recién salido del psiquiátrico.    
Habíamos tenido un accidente de tráfico que cambiaría nuestras vidas por completo. Esa era la cruel realidad de lo sucedido,  en solo cinco segundos se deshizo la vida de mi familia, la vida de juegos imaginativos que inventábamos en casa.  En aquella casa de largo pasillo, por el que correteábamos,  y que una vez  nos atrevimos a  llenar de agua para nadar con nuestras gafas de buzo.

Las ambulancias con todo el arsenal de equipos técnicos y operativos nos atendían las heridas y rasguños superficiales, que habíamos sufrido. Nos hacían preguntas sin importancia, para entretenernos, preocupados por nuestro estado psíquico.  Pero yo clamaba por mi madre y preguntaba por ella, a pesar de presentir que ya nunca volvería a decirme todas las cosas que con tanta delicadeza me transmitía.
                      …No puedes salir corriendo del dentista… cuando te miren las chicas pensaran,…con los ojos tan bonitos que tiene y mira que dientes…
             
Efectivamente ya nunca volví a verla, más que en mis sueños, y en una pequeña foto que siempre me acompaña, y donde desde hace ya tiempo, ella es más joven que yo. Muchas veces me pareció escuchar su voz llamándome, y creo que siempre la he tenido cerca de mí.
Al macabro destino,  debió de parecerle bien llevársela con tan solo treinta y dos años, y en un simple transcurrir de cinco segundos, pero yo me atormenté durante mucho tiempo, preguntándome,  por qué me había quitado a mi madre.
A coletazos fui sacudiendo mis traumas, sin ayuda de psicólogos que seguramente no nos hubiesen ido nada mal, tanto a mí, como a mis hermanos.

En el hospital y después de un riguroso examen, y de un arsenal de pruebas, nos sentaron a los cuatro en un banco de la sala de espera.
-Pobres niños, es un milagro, sólo han sufrido rasguños-. Le escuché decir en voz baja  a una enfermera.
 Allí nos entretuvieron con pastas y juguetes, en un intento desmesurado por ocultarnos lo sucedido. 
Recuerdo especialmente a una de ellas, esmerándose por disipar la tristeza de aquella tarde de domingo, extremándose en resultar simpática para alejarnos un poco de lo que habíamos vivido.  
Esperábamos no se qué clase de sentencia, o más bien confiábamos que alguien vendría  a recogernos, ya que mi padre con varias costillas rotas, tenía que permanecer en el hospital durante varios días.
Cuando llegaron mis tíos, se abrazaron a nosotros con cariño pero yo captaba  en sus gestos y miradas, la tensa calma de asimilar que cuatros niños se habían quedado sin su madre, y sobre todo notaba sus propósitos de edulcorar ante nuestros ojos un drama de tal calado.
Qué iba a ser de nosotros a partir de entonces.


Días después, al pasar por el taller de carpintería de mi padre, cuando nos dirigíamos a la escuela, me detuve ante el cartel que había pegado en la puerta, -Cerrado por defunción- decía.
No sabía que se llamaba así cuando alguien moría, ni que se tenía que avisar de ese modo a los demás.
Cuando llegué al colegio todos me miraban con ojos de pena, y a mí no me gustaba sentir sus disimulados cuchicheos.

El profesor de religión, Don Roberto, empezó a dar la clase del día diciendo: La Biblia dice que cuando alguien muere, “sale su espíritu y vuelve a su suelo”, morimos porque somos descendientes de Adán, quien cayó. Sin embargo, esta muerte no es la muerte final, por eso la Biblia en muchas ocasiones la llama “sueño”.

Tiré los libros de la mesa con furia, al mismo tiempo que me levanté,  y con mucha cólera contenida, grité,  - ¡¡¡Pues yo quiero que se despierte mi madre, todo eso es un cuento de ignorantes!!!   Y salí corriendo de la clase, escondiéndome en el hueco de la escalera que había cerca de la salida.
Don Roberto era un hombre rotundo pero bueno, alto y un poco obeso, con unas manos muy grandes que parecían rastrillos de labranza, y una calva incipiente que le hacía parecer mayor.
Cuando me vio salir de clase, se quedó tieso como un ajo, y no hizo ningún intento de prohibirme que saliese.
Fue a los pocos segundos cuando salió al corredor, y me llamó por mi apellido como tenía costumbre hacer, pero yo no salí de mi escondrijo.
Tuvo que emplear mucha paciencia conmigo, en sus clases que se me hacían eternas, y con aquellas respuestas que daba en los exámenes, en las que contestaba lo primero se me ocurría y que nada tenía que ver con la pregunta. Era mi forma de rebelarme con el Dios del que él tanto hablaba y al que yo hacía responsable de mis males.
Y es que las heridas de la niñez son las más profundas, y causan el mismo efecto que la sal en la tierra.

14 de Febrero de 2013
Inmaculada Jiménez Gamero                                                                 

sábado, 23 de febrero de 2013

ALGUNA VEZ



Alguna vez
mis ojos
se convierten en la morada
de la lluvia y su tormento.
Alguna vez
escuece el viento
y derraman su agonía
en balsas de melancolía.
Alguna vez
las gotas diminutas
son grandes mares de dolor
como adoquines cubriendo cada paso.
Alguna vez
si por llorar me ahogo
saca a flote mis ansias reír
y sacude mi cara con talco de fantasía.
Alguna vez
si soy niña por un día
tráeme algodón de azúcar
y siéntate a mi lado
a ver el atardecer de mi lamento.

Inmaculada Jiménez Gamero
14 de Febrero de 2013.


domingo, 10 de febrero de 2013

RECORRIDO POR MI ESPALDA



Recorría mi espalda con una sensual templanza, seductoras caricias conteniendo el deseo en un controlado desenfreno. Minúsculos roces repitiéndose, en ausencia del espacio tiempo. No parecía simplemente ese órgano llamado piel, de las manos de cualquier ser común. Se mecía sobre mí, llevándome hasta el vuelo más reconfortante. Parecían  plumas, podían ser telas moviéndose al viento, o un aliento de océano fresco. Todo unido, en una gratificante y excitante sensación que me estremecía.

Mientras permanecía desnuda sobre aquellas sábanas blancas, que olían a menta y a hierbas aromáticas, una música a piano, muy lejana, como llegada de otro mundo, parecía entonar y acompañar aquel momento tan placentero. Días cálidos,  arenas blancas y brisa de mar, sobre nuestros cuerpos de amor recién estrenado. Pasión desabrochándose en cada momento en que éramos conscientes de que el deseo se bebía nuestra existencia.   

Éramos títeres movidos por el destino más complaciente, dejándonos llevar por todo lo que da de sí el placer. Éramos barcos  sobre las aguas de aquella exaltación que dejó sellado nuestro encuentro.  

                                       …………………………………………..

El silencio solo era suspendido por el vaivén de las olas, acercándose y retirándose  de la orilla. Yo miraba las infinitas luces que a lo lejos parecían parpadear, y que se reflejaban en el agua. Me sentía libre, distinta, otra mujer en el país de las mil y una noches.
Sin esperarlo, apareció entre tendederos cargados de fulares de colores vivos, los retiró para hacerse paso con la lentitud y el sigilo conspirando contra mis pupilas. Caminó despacio, con la actitud del gato que no quiere equivocarse en la precisión de su equilibrio, autosuficiente, sabiéndose deseado.

Fue  eterno su recorrido, eterno su rostro felino y sus ojos brillantes clavados sobre mí. Aquella media sonrisa tan provocadora como tierna, en la cámara lenta de mi retina.
Aquella camisa negra abandonada sobre su cuerpo, moviéndose al compás de un hombre misterioso de piel bronceada, ojos verdes y mirada transparente.
Su pelo azabache deshilvanado sobre sus hombros, brillaba con el reflejo de una luna que decoraba la escena de nuestro encuentro.

El susurro de sus labios invitándome a callar, avivó la seducción que él estaba dispuesto alcanzar… El ritmo del deseo se fue elevando, la noche con su reflejo cobalto se inflamó de avidez.   Mis latidos y los suyos formaron un solo latido, el deseo fue una llama atizada que se convirtió en urgente cuanto sus brazos rodearon mi cuerpo.
Apretó mis mejillas con sus manos para morder y besar mis labios, sorbiéndome el aliento, alternando la entrega con el desenfreno.  Sus besos eran un ritual de magia y entrega.

Cientos de mariposas me elevaron a un estado inmaterial.  
Mientras me exigía silencio, susurrándome, desabrochaba los botones de mi vestido, apuntalando sus dedos sobre mi espalda.
Mi blanca indumentaria de hilo, resbaló descendiendo hasta el suelo. Él hizo un amago como queriendo evitar que cayese, y se detuvo en mis pechos erizados, para seguir recorriéndome hasta las ingles.
Me abandoné en un viaje sideral sin nave, buscando las cómplices estrellas con una súplica interna o instancia suprema, para que aquello no terminase nunca.
Sólo faltaba que nuestros cuerpos se convirtieran en uno, para seguir cabalgando por el deleite más antiguo,  que su masculino miembro sembrara el más íntimo recodo de mi femenina licencia, y que nuestras pieles respondieran con la inmensidad del cosmos, para clamar mi deseo atrayéndole mucho más hacía mí,  suplicándole que nunca faltase su presencia varonil dentro de mí.
Habíamos nacido para gozar, para convertir el deleite en la complacencia del  universo, en el que estábamos integrados, participando de un todo. 

                                             ……………………………

Nada más parecido a la gloria. Yo seguía con aquella plácida somnolencia, resistiéndome a abandonar aquel estado de ingravidez existencial, y aquel recorrido dibujándose una y mil veces en mi espalda parecía querer decirme, que existía el séptimo cielo.
Vagamente escuchaba el tintineo de platos y cubiertos sobre la mesa.  
Sus manos continuaron dibujando palabras en mi espalda y su boca se acercó musitando canciones, intentando que despertase después de la noche de amor que me había ofrecido.   
El sol entraba con todo su dulzor hasta la cama, las gasas envolventes se mecían movidas por la brisa caliente del desierto.
Retocé mi cuerpo, encarándome al suyo, vi sus ojos minerales atravesando los míos y volvimos a caer en la erosión del tacto sin medida.
El desayuno nos esperó, cargado de vitaminas de frutas rojas y de delicias dulces del mediterráneo.
Lo íbamos a necesitar después de volver a enaltecer, con los cinco sentidos, el acto del amor y del placer.



27 de Enero de 2013


Inmaculada Jiménez Gamero