miércoles, 12 de abril de 2017

A JUDITH LE GUSTAN LOS DONUTS



Durante unos minutos caminé detrás de ella por el pasillo del metro. Era de estatura pequeña y andaba despacio. Al adelantarla, y casi sin quererlo, vi que sorbía de un vaso de cartón desechable. Por supuesto, ya había reconocido que se trataba de un ángel, pero aquí en la tierra son humanos, y cada persona es un universo. Solo pude hacer una mínima observación soslayada. Al avanzar, el leve rebufo de nuestros cuerpos hizo que percibiera una cierta reacción energética. Continué mi camino, y me senté a esperar que llegase el siguiente tren. Volví al libro de viaje que a intermitencias me aleja de la incertidumbre de saberme bajo tierra y me conecta con la fuerza de lo irreal. ¿Qué pasaría si al salir no existiese nada, ni tan siquiera un cielo donde perderse? 
Alguien se sentó a mi lado. Miré, y era ella. Me sorprendió gratamente y sonreí. 
— ¿Me puedes dar un euro para comprar un Donut?... solo me llegaba para un café con leche... y me encantan los Donuts. 
Así, tan sincera y directa se dirigió a mi y entablamos una pequeña conversación. El otro lenguaje; el no verbal, el del ovalo de su cara, el de sus manos pequeñas y sus ojos, tuvo otra dimensión más allá de las palabras.  
Los dos euros que llevaba en el bolsillo los deposité sobre su mano de pliegue palmar distinto, mientras le preguntaba por su nombre, conteniendo la mala costumbre que tenemos de tratarles como a niños. Intenté disimular el apego y simpatía que siento por los seres Down. 
Dijo que se llamaba Judith, que iba a trabajar a un taller donde jugaba a montar cajas de colores. 
—Qué bonito es trabajar y divertirse al mismo tiempo, exclamé.    
—¿Dónde vives? 
—En un piso tutelado, con Mario, Silvia, y Cristina.  
—¿Y tus padres? 
—No lo sé, ellos me "apalizaban", dijo textualmente, mascullando la palabra. Enseguida cambié de tema, insistiendo en lo bonito que era montar cajas, y más todavía siendo de colores. El metro llegó y entramos en el mismo vagón, aunque ella logró sentarse y yo quedé de pie, separada por el tumulto de viajeros que subieron al mismo tiempo. No quise perderla de vista y me aproximé hacia Judith, pero en pocos segundos se levantó para salir en la siguiente parada. A mí me quedaban varias para llegar a  mi destino. 
— ¡Adiós Judith, cuídate mucho! 
Continué mi trayecto pero Judith seguía conmigo. Su caminar lento y aparejado; su café con leche, sus ganas de comprar un donut…  seguí encallada en la forma que tuvo de expresar  –ellos me apalizaban-, sin rencor, ni tan siquiera el menor resentimiento. 
Qué clase de demonios hacen daño a un ángel incapaz de entender la maldad. Qué clase de padres malnacidos son capaces de golpear a una hija, en este caso Down, hasta tal punto que las autoridades intervengan para separarla de sus progenitores. 
Una historia de vida que puesta en su boca de trapo me zarandeó en escasos minutos. Escuetas palabras para unas imágenes que inevitablemente me inquietaron durante horas, y que hoy, unos días después, todavía resuenan en un subterráneo de preguntas, siempre oscuro, que circulan en el entramado del lenguaje emocional. 
¿Por qué entre tantas personas me eligió a mí? No lo sé, pero la estoy viendo desaparecer entre la gente. Espero que Judith siga con su trabajo de jugar a montar cajas de colores. Es la mejor forma de olvidar a quienes no la quisieron. Ojalá, algún día, vuelva a encontrarme con ella en ese mismo trayecto. Entonces le regalaría una caja Donuts, y otra de besos.