sábado, 29 de marzo de 2014

EL AMOR ES UN LATIDO DEL UNIVERSO



Entró en aquella vieja librería atraída por el olor añejo de los libros.      Las estanterías abarrotadas soportaban el peso de los siglos y parecían ceder al insoportable soborno de los años. De entre unos estantes del pasillo central le pareció ver una luz iridiscente que pronto desapareció. Movida por la curiosidad de aquella extraña luz, fue acercándose, y una vez situada frente a donde había creído verla,  asomó la nariz, pero no vio otra cosa  que no fuesen libros y más libros de autores clásicos españoles.
Contemplando aquellos maravillosos volúmenes de tapas gruesas en color vino y sus nombres impresos en oro, se percató de que entre dos de ellos sobresalía unos centímetros de lo que resultó ser,  ¡dos entradas para el Gran Teatro del Liceo, la Traviata de Verdi,  día veinticinco,  sólo faltaban dos días para tan importante acontecimiento, qué maravilla!. Si se las quedaba podría asistir a una de las operas más importantes de todos los tiempos, siempre había soñado con poder ir al Liceo, era un sueño que se encontraba en sus manos, tembloroso y de papel brillante.
Decidió salir a toda prisa, miró de reojo por si alguien pudiera verla, el pasillo se le antojó más largo y las campanillas de la puerta le sonaron más intensas que cuando entró.
Apresurada calle abajo caminó varias manzanas. El corazón le golpeaba el pecho, y su respiración jadeante se fue aminorando a medida que redujo la velocidad de sus pasos. Continuó caminando mientras iba dándole vueltas a la cabeza y decidió entrar en una cafetería,  estaba cansada y sedienta. Pidió un refresco mientras se sentaba e intentó poner en orden lo sucedido, ya que le parecía haber vivído una escena de algún cuento o leyenda en la que ella era la protagonista, no se lo podía creer.
 A los pocos segundos la llamó Oscar, el celoso de su novio.  Le preguntaba que dónde se había metido, y la reprendía por su tardanza.   Mantuvieron una acalorada discusión que mucho se temía iba a ser la última, siempre la quería tener controlada, se sentía en constante tensión por sus reacciones y sabía que él, no era el hombre de su vida.
Lucie era francesa de origen español, sus padres emigraron a Paris después de casarse, pero ella había vuelto a Barcelona para estudiar Historia del Arte. A los dos meses de llegar conoció a Oscar, de eso hacía dos años y al poco tiempo empezó a detectar su carácter posesivo.
Al principio todo fue de color de rosa, detalles y detalles que a Lucie la sedujeron y enamoraron, pero las cosas habían cambiado y ya no era como antes. Ya se lo decía su madre. -Este chico no te conviene-.       Definitivamente,  ni su educación liberal, ni su forma de ser le permitían compartir la vida con alguien que no confiase en ella.
Enfrascada en la discusión, y entre tira y afloja, salió de la cafetería.  Anduvo sin noción mientras discutían, hasta que le gritó,  -¡se acabó, no quiero saber nada de ti, hace tiempo que quería decírtelo, no te aguanto más, la merde!,  y colgó sintiendo un gran alivio.  Caminó dirección al mar con la rabia entre los dientes y gritando para sí… ¡Idiot, jaloux…!.
Después de cruzar el Paseo de Colón, casi llegando al puerto se dio cuenta que había olvidado el libro de Benedetti que estaba leyendo, y con él las entradas que había colocado en su interior. Corrió Vía Laietana arriba a toda prisa.
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El libro se encontraba sobre la mesa cuando tomó asiento para pedir un café, no pudo evitar abrirlo, le gustaba Benedetti,”Vivir adrede”.  En algunos de los márgenes, notas a lápiz que parecían escritas por una mujer por su dulzura y sutileza. Una de ellas decía… “Vivir en el abandono de la cordura, con la suerte de costado y un mundo extraño calándote los huesos”,  “En el deterioro del tiempo, deshidratadas las piedras, angustiadas del olvido las raíces que pelean por vivir. La vida sigue en la otra calle, juegan los niños y la ropa de colores tendida,  se zarandea con el viento”. Se acercó el libro a la nariz, e inhaló el perfume que desprendían sus páginas, tenía la costumbre de oler lo que le gustaba.
Le atrajeron aquellas notas llenas de ternura.  ¿Cómo sería aquella mujer?,  se preguntaba mientras seguía ojeando sus páginas. ¡Dos entradas para el Gran Teatro del Liceo!, aquello le confirmaba que aquella mujer era especial. Tenía que regresar al trabajo, no podía dejar en manos de cualquiera aquel libro olvidado y lo que contenía en su interior, decidió llevárselo y encontrar a toda costa a su propietaria.
Antes de salir, mientras pagaba la cuenta le preguntó a la camarera si había visto a la mujer que se había sentado en aquella mesa antes que él. La camarera, coqueteando,  le contestó que era alta, rubia y con acento francés, que era lo que mejor recordaba  de ella.
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Lucie llegó jadeante a la cafetería, se dirigió rápidamente a la mesa que no estaba ocupada, pero tampoco estaba su libro, sintió rabia e impotencia, pero advirtió que en su lugar había una carpeta que contenía unos planos de muebles, y una tarjeta de visita donde se leía, Reformas en general “Hugo” especialistas en carpintería. Preguntó a la camarera si recordaba a alguien que se hubiese sentando después de que ella marcharse, ya que había olvidado un libro muy importante. La camarera sorprendida,   le contestó que había sido un hombre moreno, de unos cuarenta años, y muy guapo,  -le dijo con una risueña complicidad y en voz baja, para después continuar diciéndole,  que él también había preguntado por ella y que llevaba un libro en la mano.
Decidió llevarse la carpeta y llamar al teléfono que indicaba la tarjeta. Al darse cuenta que la dirección estaba solo a dos calles, decidió acercarse hasta allí. Cuando llegó permaneció unos minutos observando el edificio. La fachada era decadente, con desconchones que dejaban ver el cemento en gran parte de ella, la puerta carcomida de polilla, golpeada y rayada por avatares del tiempo, dejaba ver más de tres capas anteriores de pintura, hasta llegar a la actual que era de color marrón. Los pequeños cristalitos separados por listones deteriorados solo dejaban adivinar, retales y retales de maderas y aglomerados colocados en el suelo, de mayor a menor.
-Calle de la Nau, veinticinco, otra vez se repetía el  número, era el día que se celebraba la obra de la Traviata, en numerología el veinticinco es igual a siete, el siete es mi número de la suerte, qué supersticiosa soy, -pensó.
Decidió entrar y a los pocos segundos salió un hombre de pelo blanco y ojos azul  claro, quien muy afable y atento le preguntó. - ¿Qué necesita?-    ella balbuceó unos instantes y respondió,  -necesito averiguar quién puede ser el dueño de esta carpeta, la olvidó en la cafetería “Pasado”, necesito entregársela y hablar con él, ¿puede ayudarme con los datos que hay en ella?
 El hombre miró los planos durante unos segundos y contestó, -Sí,  es Manuel Ibar, es arquitecto, me encargó unos trabajos de ebanistería. Está trabajando en el diseño de una casa y cuenta conmigo para la fabricación de unos muebles de cedro rojo. Volverá mañana para traerme unas plantillas, es puntual, me dijo que vendría a las seis de la tarde…. ¿quiere que le diga algo señorita…?.
No gracias…es complicado…yo estaré aquí a esa hora –dijo Lucie.
Salió de la carpintería con el olor penetrante de aserrín tapándole la nariz. Le recordó a su padre, ebanista muy apreciado en el barrio Sacré Coeur de Paris, donde vivían.  No había vuelto a oler así desde que su progenitor cerró el taller de Rue Muller por la enfermedad que acabó con él. Su queridísimo y adorado papa, se emocionó al recordarlo, en aquel banco donde pasaba las horas trabajando. Tuvo que enjugar sus lágrimas al recordar las vivencias a su lado, y el esmero con el que le explicaba todas la cosas relacionadas con el arte, las características de las  maderas y sus virtudes para la fabricación de los muebles.
Manuel Ibar, Manuel suena muy bien, en francés  Emmanuel…cómo sería Manuel, por su nombre y por su profesión intentó hacerse una idea preconcebida.
Pero ella lo que quería era recuperar sus entradas para la opera, mañana volvería a la ebanistería a las seis de la tarde.

Despertó con el nombre de Manuel en la cabeza, como un cántico incesantemente repetido, se imaginó sus ojos, sus manos, su voz. Calculó el momento de encontrarlo, de presentarse, de mirarse… ¿no se estaría enamorando de un desconocido… y si después de todo resultaba no ser el hombre que estaba imaginando? ¡Basta Lucie, deja ya de soñar, no cambiaras nunca!   –Se reprendió a ella misma.

Eran casi las cinco y salió a la calle decidida a pasear mirando tiendas, mientras se aproximaba a la ebanistería.
Paseó  entre la gente que iba y venía apresurada. La terraza del bar Zúrich repleta de personas que hablaban animadamente de sus cosas, parejas, amigos que se encontraban después de mucho tiempo, estudiantes con libros y carpetas, bohemios tomando notas.

Cada vez más cerca de su destino empezó a ponerse nerviosa. Todavía faltaban diez minutos para la seis y se encontraba a pocos metros de la calle. Cuando llegó, la puerta permanecía cerrada, miró por uno de los cristalitos pero no vio ningún movimiento y dudó si abrir el picaporte.  Iba a tocar el timbre redondo y antiguo sujeto por dos tornillos oxidados, cuando una mano le acarició el hombro y al mismo tiempo  escuchó decir. –Señorita.
Se giró sobresaltada con la carpeta al pecho, sujetada con ambas manos y se encontró con Hugo, el señor afable que la atendió tan gentilmente el día anterior, el mismo que continuó diciéndole. -Buenas tardes señorita,  Manuel Ibar no ha podido venir ésta tarde,  vino antes del medio día, y al explicarle que usted había estado aquí me dio esta nota para que se la entregase.  
Entre confundida y decepcionada cogió la nota sin saber que decir y tardando varios segundos en reaccionar, contestó, -bien… gracias, la leeré… hasta pronto-.

Y se fue alejando del lugar mirando el sobre un poco contrariada,  sin saber que pensar.
Al cabo de unos metros se detuvo y apoyándose en la pared abrió el misterioso envoltorio con nerviosismo, sacó la nota que había en su interior y pudo leer lo que decía.



“Solo espero encontrarte mañana en la puerta del Liceo, media hora antes del comienzo de la obra, si quieres la veremos juntos, de lo contrarío nos devolveremos lo que es nuestro. Llevaré una bufanda color naranja y tu libro en la mano, espero verte con un foulard rojo y mi carpeta”.

Era una bonita caligrafía e intentó poner en práctica lo que recordaba de un curso intensivo de grafología que hizo varios años atrás. Orden, tamaño, inclinación, sobre todo el rasgo inicial y rasgo final. El primero o nacimiento del impulso, el arranque de la acción por parte de quien la escribe y el final o alcance de objetivos y metas.  Y la firma considerada por algunos autores como una biografía abreviada. Lucie repasó dos veces más lo que había leído con el corazón un poco acelerado.

-Por qué querría Manuel ver la Traviata con ella, sería un enamorado de Verdi, -pensó. Sería una broma de mal gusto y sus intenciones nada tendrían que ver con lo que ella imaginaba, o sería un mismo latido reciproco, queriendo que se unieran. Siempre tan soñadora… -Le decía siempre su padre.
Tendrían que pasar casi veinticuatro horas para descubrirlo. 


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Decidió ponerse el vestido color malva. Lo compro en Rue Veron, en una tienda vintage situada en el bajos de la casa donde vivió Edith Piaf.  Fue el fin de semana que su prima Amélie fue a visitarla, salieron de compras y merendaron por el barrio de Montmartre.   No se lo había puesto nunca, a pesar de lo mucho que le gustaba, en realidad no había encontrado el momento para lucirlo y aquella era la ocasión ideal, velada en el Liceo con un hombre enigmático que la seduciría, siempre había sido una romántica empedernida.

La noche era el escenario de la armonía, dentro del vestido se encontraba cómoda y a la vez sugerente, se había maquillado un poco más de lo habitual, pero Lucie no necesitaba nada artificial para ser una belleza. Sus ojos brillaban con la transparencia de la miel pura y su pelo lacio se movía resbalando por su espalda. Decidió ponerse unas manoletinas, un tipo de calzado cómodo y sin tacón, proveyendo no resultar demasiado alta para Manuel.
La temperatura era la previsible de comienzos del verano y resultaba muy agradable. Estaba nerviosa, sus pasos eran acompasados, intentando dirigirse con una calma sostenida. Se encontraría con él, con un hombre que no conocía, que no había visto nunca, y del que tenía muy pocos datos. No dejaba de sorprenderse de ella misma, pero a veces actuaba movida por los impulsos que le dictaba su corazón.
A medida que se  aproximaba a su destino sus pasos eran más inseguros,  deseaba el encuentro de película que siempre soñó, pero su parte racional le decía que podía encontrarse con una gran decepción.
…–De todos modos, él tenía las entradas del Liceo, era la obra que deseaba ver, y nada tendría que perder. - Se dijo.   

Ya solo faltaban treinta minutos para el comienzo de la Traviata, miró calle arriba y a unos metros vio un hombre con una bufanda naranja acercándose hacía ella. Desde ese momento y hasta que se tuvieron frente a frente, ninguno de los dos retiró sus ojos del otro.  Por fin se habían encontrado.

La obra fue todo un éxito, Ángela Burlacu considerada la mejor Violeta de los últimos años levantó el Liceo de aplausos y ovaciones.  Mientras Lucie, emocionada, secaba sus lágrimas a modo de disimulo, y Manuel  la miraba con ternura.
Los presentimientos de ambos no pudieron tener mejor resultado, el amor como un latido del universo los había unido para siempre y la pasión hizo el resto.
Se lo contarían a sus hijos, y éstos a su vez a los suyos, pero la mayor incógnita, y la pregunta no contestada, fue saber… quién olvidó las entradas entre los libros.

Quizás algún día lo averiguasen.
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Inmaculada Jiménez Gamero