domingo, 10 de febrero de 2013

RECORRIDO POR MI ESPALDA



Recorría mi espalda con una sensual templanza, seductoras caricias conteniendo el deseo en un controlado desenfreno. Minúsculos roces repitiéndose, en ausencia del espacio tiempo. No parecía simplemente ese órgano llamado piel, de las manos de cualquier ser común. Se mecía sobre mí, llevándome hasta el vuelo más reconfortante. Parecían  plumas, podían ser telas moviéndose al viento, o un aliento de océano fresco. Todo unido, en una gratificante y excitante sensación que me estremecía.

Mientras permanecía desnuda sobre aquellas sábanas blancas, que olían a menta y a hierbas aromáticas, una música a piano, muy lejana, como llegada de otro mundo, parecía entonar y acompañar aquel momento tan placentero. Días cálidos,  arenas blancas y brisa de mar, sobre nuestros cuerpos de amor recién estrenado. Pasión desabrochándose en cada momento en que éramos conscientes de que el deseo se bebía nuestra existencia.   

Éramos títeres movidos por el destino más complaciente, dejándonos llevar por todo lo que da de sí el placer. Éramos barcos  sobre las aguas de aquella exaltación que dejó sellado nuestro encuentro.  

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El silencio solo era suspendido por el vaivén de las olas, acercándose y retirándose  de la orilla. Yo miraba las infinitas luces que a lo lejos parecían parpadear, y que se reflejaban en el agua. Me sentía libre, distinta, otra mujer en el país de las mil y una noches.
Sin esperarlo, apareció entre tendederos cargados de fulares de colores vivos, los retiró para hacerse paso con la lentitud y el sigilo conspirando contra mis pupilas. Caminó despacio, con la actitud del gato que no quiere equivocarse en la precisión de su equilibrio, autosuficiente, sabiéndose deseado.

Fue  eterno su recorrido, eterno su rostro felino y sus ojos brillantes clavados sobre mí. Aquella media sonrisa tan provocadora como tierna, en la cámara lenta de mi retina.
Aquella camisa negra abandonada sobre su cuerpo, moviéndose al compás de un hombre misterioso de piel bronceada, ojos verdes y mirada transparente.
Su pelo azabache deshilvanado sobre sus hombros, brillaba con el reflejo de una luna que decoraba la escena de nuestro encuentro.

El susurro de sus labios invitándome a callar, avivó la seducción que él estaba dispuesto alcanzar… El ritmo del deseo se fue elevando, la noche con su reflejo cobalto se inflamó de avidez.   Mis latidos y los suyos formaron un solo latido, el deseo fue una llama atizada que se convirtió en urgente cuanto sus brazos rodearon mi cuerpo.
Apretó mis mejillas con sus manos para morder y besar mis labios, sorbiéndome el aliento, alternando la entrega con el desenfreno.  Sus besos eran un ritual de magia y entrega.

Cientos de mariposas me elevaron a un estado inmaterial.  
Mientras me exigía silencio, susurrándome, desabrochaba los botones de mi vestido, apuntalando sus dedos sobre mi espalda.
Mi blanca indumentaria de hilo, resbaló descendiendo hasta el suelo. Él hizo un amago como queriendo evitar que cayese, y se detuvo en mis pechos erizados, para seguir recorriéndome hasta las ingles.
Me abandoné en un viaje sideral sin nave, buscando las cómplices estrellas con una súplica interna o instancia suprema, para que aquello no terminase nunca.
Sólo faltaba que nuestros cuerpos se convirtieran en uno, para seguir cabalgando por el deleite más antiguo,  que su masculino miembro sembrara el más íntimo recodo de mi femenina licencia, y que nuestras pieles respondieran con la inmensidad del cosmos, para clamar mi deseo atrayéndole mucho más hacía mí,  suplicándole que nunca faltase su presencia varonil dentro de mí.
Habíamos nacido para gozar, para convertir el deleite en la complacencia del  universo, en el que estábamos integrados, participando de un todo. 

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Nada más parecido a la gloria. Yo seguía con aquella plácida somnolencia, resistiéndome a abandonar aquel estado de ingravidez existencial, y aquel recorrido dibujándose una y mil veces en mi espalda parecía querer decirme, que existía el séptimo cielo.
Vagamente escuchaba el tintineo de platos y cubiertos sobre la mesa.  
Sus manos continuaron dibujando palabras en mi espalda y su boca se acercó musitando canciones, intentando que despertase después de la noche de amor que me había ofrecido.   
El sol entraba con todo su dulzor hasta la cama, las gasas envolventes se mecían movidas por la brisa caliente del desierto.
Retocé mi cuerpo, encarándome al suyo, vi sus ojos minerales atravesando los míos y volvimos a caer en la erosión del tacto sin medida.
El desayuno nos esperó, cargado de vitaminas de frutas rojas y de delicias dulces del mediterráneo.
Lo íbamos a necesitar después de volver a enaltecer, con los cinco sentidos, el acto del amor y del placer.



27 de Enero de 2013


Inmaculada Jiménez Gamero