
Abro los ojos, la noche ha sido eterna. Mi cuerpo pesa como
una losa reverdecida de tierra y musgo. Vuelvo a cerrarlos, me resisto, me
amago a este corazón que retumba sin saber por qué.
Las palabras magullan dentro
de este extraño lugar donde mi pelo, tanto tiempo despeinado, lidera el
desorden de un día que empieza. No sé lo que hice ayer, me refiero a ese ayer
muy lejano y apartado que siempre
insiste en estar aquí. No sé como
resolveré el mañana, ese mañana que siempre reclama advirtiéndome que no es más
que un reflejo de este mismo segundo que se extingue.
Me encierro tras un acorazado grupo de
nubes que me convierten en una clase de
esencia que ningún perfumista conoce, y con un rumbo peregrino y extraño llego
hasta un lugar donde sitúo la bandera de mi alma.
Sé que no podré levantarme, sé que mis pasos
gravados quieren conformarse con el día, y que los amarantos tienen otro significado
que nadie ve en mis labios. Sé que sus flores se auto polinizan, pero que
también pueden hacerlo mediante el viento.
Entonces observo, desde la ventana
de algodón que hice, un recodo cerca de un lago, junto a una casa de piedra,
con un jardín de violetas aterciopeladas y girasoles de auras doradas. Percibo
un manto de hierba pintada de jade y arlequín, y unos gatos jugando al sol, que
ponen en movimiento mis pestañas.
Ahí
está, creo haber hallado la paz que nunca
antes había sentido.
Inmaculada
Jiménez Gamero
SafeCreative
26 de Agosto de
2014