sábado, 2 de noviembre de 2013

LA DAMA BLANCA



Siempre que pasaba por el cementerio le daba un escalofrío, una sacudida extraña que le obligaba a aligerar el paso para alejarse lo antes posible de algo que emanaba de allí dentro.
Lo cierto era que irremediablemente,  Rosa tenía que pasar por allí todos los días para acudir a su trabajo. Era una calle estrecha, de casas blancas recién encaladas y naranjos plantados en las aceras. Al volver la esquina, ya se podía divisar la gran cancela de hierro y los cipreses altivos sobrepasando los muros que delimitaban el campo santo. Ella pasaba por la orilla de enfrente queriendo disimular el respeto que le infería aquel lugar sagrado. Cuando lograba sobrepasarlo y por fin llegaba a la casa de la Doña Cecilia, sentía un gran alivio.

Aquella tarde la anciana le contó algo que la estremeció hasta convertir su respeto en obsesión y llegar a plantearse la posibilidad de dejar de trabajar para ella.

De esa manera no tendría que pasar por el cementerio que tanto le impresionaba. Pero necesitaba el trabajo, y la abuela necesitaba de los servicios de Rosa.
Empezó a contarle la historia disminuyendo el tono de voz, como si creyese que alguien pudiera oírla.
Hacía muchos años de lo ocurrido, pero decía recordarlo como si fuese ayer.
Estaba Doña Cecilia preparando la cena,  su marido no tardaría en llegar, cuando por la ventana de la cocina vio pasar a éste con una mujer joven, vestida de blanco. Enseguida salió a la puerta para recibirlo extrañada por la compañía de aquella mujer, y cuando salió a la calle pudo ver como ambos entraban al cementerio. Decidió retirar la olla del fuego para ir en su busca, pero al dirigirse a la salida para hacerlo, Pascual entró en la casa saludando a su mujer como cada noche, y negó haber visto a ninguna joven vestida de blanco, ni haber entrado al cementerio.
Esa misma noche Pascual murió de un ataque al corazón mientras dormía.

La inesperada muerte de su marido le causó un hondo dolor, y su pérdida la sumió en una profunda tristeza. Sólo de vez en cuando se asomaba por las ventanas enrejadas, para regar las macetas de geranios que la distraían de la gran aflicción que padecía.  

Rosa escuchaba a  la anciana sin pestañear.

Una noche, alertada por los fuegos artificiales de las fiestas del pueblo,  salió al balcón para mirar los multicolores estallidos, que a lo lejos se divisaban y que iluminaban  aquel pueblo níveo. De repente vio aparecer a la misma enigmática mujer  entrando en la casa de enfrente, y esto le causó una gran agitación.
                  -¿Me estaré volviendo loca?-. Se preguntó.
Se fue a dormir,  pero no pegó ojo en toda la noche.
Faltaba poco para que amaneciese cuando oyó gritos desgarradores que provenían  de la casa de delante. Alertada por las voces y exclamaciones salió hasta la calle del mismo modo que lo hicieron otros tantos vecinos. La tragedia se mascaba en el ambiente.  
La hija mayor de su vecina Trini, se sintió indispuesta y cayó al suelo, cuando vinieron a atenderla, no pudieron hacer nada por ella, había muerto.

Rosa no daba crédito a lo que estaba escuchando…Aquella extraña mujer aparecía y alguien moría a continuación…
…¿Quién sería ella?...
…¿Sería real, o sería producto de la imaginación de la vieja?...
Ya sólo le faltaba a ella que le contasen aquellas historias, que contribuían a aumentar más la indisposición que le causaba todo lo relacionado con el mundo de los muertos.
Ante Doña Cecilia se hizo la fuerte, pero cuando salió de la casa y tuvo que pasar por la cancela, le empezaron a temblar las piernas.
Logró sobrepasarla repitiendo interiormente. –Aléjate de mí, aléjate de mí-.

Como todos los domingos, Rosa se reunía con sus amigos en el bar de la plaza. Allí pasaban un buen rato, compartiendo las cosas que durante la semana les sucedían, como lo venían haciendo desde que eran niños. 
Rosa no podía disimular su malestar y les contó su pesadumbre. Todos la escucharon con una atención inusitada, ya que eran más de contar bromas y experiencias más triviales.  
Samuel dijo que aquello eran supersticiones, que podían ser elucubraciones propias de una señora mayor. María y Lola dijeron no creer en esas historias, que asociaban más bien a leyendas urbanas. Luis fue el único que de forma rotunda dijo creer en la figura de aquella mujer como presagio de muerte y para acreditarlo contó algo que nunca antes había contado.
Dijo Luis que estando en el entierro de su padre, mientras metían el féretro en el nicho, esa presencia femenina apareció de la nada dejando una rosa blanca sobre el ataúd. Sólo pudieron verla, su hermana y él, y advirtió de la creencia que los que veían a la muerte serían las personas más longevas.
Rosa seguía aterrorizada, intentando asimilar lo que estaba oyendo y todos guardaban silencio, ya que conocían la seriedad de Luis y sabían que hablaba en serio.
                 -¡Nuestro adorado maestro, el Sr Fermín, sabemos que está muy enfermo, podemos acercarnos por su casa, a ver qué pasa,  y también podemos asistir al próximo entierro que tenga lugar!.  ¡Seguro que en el cementerio nos encontramos con la simpática del vestido ibicenco! -  Exclamó Samuel, con sorna.  
                 -¿Qué conseguiremos con eso?-.  Preguntó María.
                 -Yo no pienso ir-. Dijo Rosa.
                 -Digamos... que vamos a hacer un trabajo de investigación- . Contestó Samuel haciéndose el interesante.
María y Lola asintieron confirmando que estaban dispuestas a ir, ellas no creían en todo aquello y se encontraban fuertes y dispuestas.
Eran tres los convencidos de llevar a término la idea, sólo faltaban por decidirse Rosa y Luis que lo padecían de un modo más temeroso, con más respeto y superstición.  
Después de muchos ruegos e insistencias, y amparándose en el “todos para una, y una para todos” de la infancia, decidieron hacer piña para hacer las indagaciones y averiguaciones que hiciesen falta.
Esa misma tarde se acercaron por la calle donde vivía el maestro. La puerta y las ventanas estaban cerradas a cal y canto. Maria miró entre la reja por el único  tramo que había quedado sin pasar la cortina, y no advirtió ningún movimiento. Decidieron dar un paseo y esperar hasta la queda.  La luna llena dibujándose, y el olor a jazmines,  invitaba a caminar haciendo tiempo para volver a pasar por la casa del docente.
La noche de plenilunio se presentaba totalmente iluminada, ejercía una fascinación extraña, y el brillo que irradiaba parecía querer augurar que iba a ser una velada de insomnio y taquicardia. 
Volvieron a pasar por la casa y ésta vez encontraron la puerta abierta, se acercaron para ver si alguien acudía, pero al no ser así, llamaron con la aldaba.  
Eloísa, la mujer del maestro salió a recibirles, invitándoles a pasar y acompañándoles hasta el lecho de Don Fermín, quién los recibió con agrado.
Todos comentaron el deseo de su pronta recuperación y el enfermo sentenció:
                    -No os preocupéis, estoy muy bien acompañado, la muerte no es el final, es una transformación, se trata de abandonar el cuerpo físico como la mariposa abandona su capullo de seda. No tengáis miedo.-

Sin saber cómo, ni de dónde había salido, una entidad fantasmagórica atravesó el pasillo que se veía al fondo de la casa, dejando un helor polar en el ambiente.  Pálidos y petrificados se miraron con pavor dando pasos hacia atrás, asombrados de lo que acababan de ver. Una neblina helada salió de la nada en el mismo instante en que aquella imagen espectral, etérea y blanca hizo presencia, desapareciendo unos instantes después y dejándoles el frio calado hasta los huesos.
Temblorosos y horrorizados se despidieron del anciano, que parecía haber quedado dormido, y huyeron de la casa sin despedirse de su esposa.
Los cinco amigos, victimas del pánico emprendieron la maratón más terrorífica de sus vidas, vigilados por los aullidos licántropos de aquella noche que nunca olvidarían.

Una semana después el malogrado Sr. Fermín, moría de la grave enfermedad que lo mantuvo tan débil en los últimos años. Todos sintieron su muerte en el pueblo, ya que había sido un buen profesor y sus enseñanzas calaron hondo en sus alumnos.

El entierro tendría lugar a las ocho de la tarde y allí estarían ellos, superando el respeto que les producía el acontecimiento,  con el fin de despedir al difunto como se merecía,  y desentrañar lo que se habían propuesto.
Llovía persistentemente haciendo honor al mes de abril, y no remitió en todo el tiempo que duró el sepelio.
Los arriates del cementerio llevaban las flores secas que caían de los nichos. Los pies crujían al paso por la grava, y los abundantes paraguas añadían el único colorido a aquel paisaje gris y negro, escenario de losas, jarrones con flores deshidratadas,  y fotografías corroídas por el sol.   
El silencio sólo era interrumpido por el inconfundible sonido de las extracciones nasales de algún asistente, afectado por la pérdida.
La lápida de mármol en el suelo, esperando a que el enterrador mezclase el cemento para colocarla, tenía inscrita la frase, “Aquí yace un caballero y un buen maestro”.
Cuando el ataúd iba a entrar en el nicho, una humarada cana salió del sepulcro, alargándose y tomando forma humana hasta colocarse verticalmente como todos los asistentes.
A Rosa se le doblaron las piernas, pero Luis que la sujetaba del brazo impidió que cayese al suelo. Junto con Lola, Maria y Samuel se agruparon bajo los paraguas y miraban cabizbajos al resto de los asistentes, que parecían no advertir aquella presencia impalpable.
Pero la muerte siguió allí, como fiel testigo de la ceremonia, desapareciendo cuando el féretro entró en el sepulcro, no sin antes emitir una carcajada profunda y gutural.
Los amigos ya habían comprobado, y experimentado la existencia de la “dama blanca” y sólo les quedaba la aceptación de lo que habían visto con sus propios ojos.
Pero también les quedó la última enseñanza del maestro: La muerte es un renacimiento, un nuevo amanecer.



Inmaculada Jiménez Gamero