domingo, 16 de marzo de 2014

LAS FOBIAS DEL TORERO



Decenas de veces se había preguntado cómo superar las fobias que desde pequeño le perseguían.
Durante toda su vida había intentado por todos los medíos que nadie descubriera todos aquellos miedos que lo acompañaban y que no le dejaban vivir con naturalidad.
Únicamente la madre conocía su miedo a la oscuridad y la congoja que le producía, cuando a la hora de dormir y después de darle un beso en la frente, le cerraba la puerta  sin clemencia y le apagaba la luz del dormitorio,   -¡no mami por favor, no mami!-, le suplicaba.
Recuerda con terror, la angustia, la desesperación y el sentimiento que se apoderaba de él en el preciso instante en que la luz dejaba de existir. Su corazón palpitaba queriendo abandonar su cuerpo, sus ojos se abrían con la inútil esperanza de que abriéndolos vería algo entre la opacidad más absoluta.  Por el contrarío,  otras veces los cerraba  empleando  todas sus fuerzas para luchar contra aquello que lo martirizaba y que siguió siendo así durante toda su vida.  
Beltrán era un gran torero, un héroe en el ruedo.  Su presencia llenaba las plazas, gracias a su dominio de todas las suertes,  era el matador con mayúsculas que se jugaba la vida todos los días. 
Entre sus innumerables triunfos y premios a la valentía torera, contaba con ciento veintiún Galardones de Ayuntamientos de toda España. Fue triunfador de diez Ferias Taurinas, la última de ellas, la de Almería, ganador del Capote de Paseo en Granada,  del Escapulario de Oro en Valencia, del galardón a la Faena más Valiente en Cantabria, etc.  etc.  Y hasta le habían concedido la Medalla de Oro de las Bellas Artes.
Desde que debutó en México había cortado más de 1800 orejas. Su alternativa fue retransmitida  por Televisión Española desde  Las Ventas, salió a hombros después de cortar dos orejas,  y desde entonces las más de treinta ocasiones en las que el toro lo había corneado no consiguieron amilanarlo ni apartarlo de los ruedos.
Aclamado por multitud de seguidores que lo vitoreaban por su valentía, Beltrán era incapaz de subirse a un ascensor, otra de sus fobias. Él se escondía tras frases hechas como:    -son supersticiones -, pero la realidad era otra bien distinta. Eran miedos insuperables a la oscuridad y a los espacios cerrados.
El diestro llegaba al hotel tras una gran faena y  quien llegaba en realidad era el hombre enfrentándose a sus miedos. En la soledad de su habitación lidiaba con los toros más bravos que aparecían en las tinieblas de la noche y en la opacidad de puertas que nunca se podían cerrar. Necesitaba que las habitaciones fueran  grandes  y que contasen  con varias dependencias, lo que a estas alturas de su carrera, ya consagrado, podía permitírselo, pero cuando empezó, en aquellos  hoteles de poca monta, por cualquier pueblo de Dios, había vivido más de una anécdota que guardaba en estricta intimidad.
Una noche, en un pueblo de Sevilla un apagón lo dejó al cabo del miedo y al borde del precipicio, pasó tan mala noche que peligró el gran cartel que al día siguiente compartiría en La Maestranza con el Juli y El Cordobés.   
El pueblo se encontraba en la más absoluta de las negruras.  
Beltrán en un simulado  tono de autosuficiencia, le exigió  al mozo que fuese a pedir una solución, y éste bajó a la recepción, pero no había nadie. El mozo casi a tientas y ayudado a intervalos por un mechero,  buscó velas, linternas, cualquier cosa con la que poder alumbrarse, pero nada encontró.  Salió a la calle y comprobó que el bar de la esquina estaba cerrado y a duras penas volvió a su habitación pensando que pronto se solucionaría el apagón. Entró en la habitación del diestro, pero  no vio signos de vida, por lo que  decidió que en aquellas circunstancias lo mejor sería irse a dormir.
Beltrán se había metido debajo de la cama y allí permaneció rezando el padre nuestro y el ave maría, durante las horas que duró el apagón. Cuando vio la luz del día y al intentar estirarse le crujieron todos los huesos del cuerpo, se santiguó, y se dijo,-no puedo venirme abajo-.

La última cogida en la Monumental de Pamplona, lo tuvo dos meses a la sombra. Ocurrió cuando toreaba su quinto toro.  Un mal quiebro en el tercio de banderillas le ocasionó una cornada de veinte centímetros  en el triangulo de scarpa que casi le secciona la femoral y por la que perdió tres litros de sangre.  Su estado era gravísimo según dijo unos de los doctores, después de intervenirlo quirúrgicamente.
Mientras se debatía entre la vida y la muerte, entre el túnel y la luz del fondo,  Beltrán hizo un repaso de toda su vida. De niño a torero, sin adolescencia,  ni juventud,  sin medias tintas, el todo por el todo como única opción de una vida enfrentándose al miedo.

Aquella mañana se levantó con una predisposición especial, la primera faena del día sería lidiar con el espejo. Mejor salir  del burladero de sus cuarenta y dos años.   Ya era hora de enfrentase a sí mismo. Se situó ante él  y vio al hombre que era en realidad, sentía que cualquier monosabio  tenía más valentía ante la vida que él.  A su espalda, su madre, todavía seguía repitiéndole,  -un cobarde no llega a ningún sitio-.
Mantuvo una conversación con su oponente y dejó a un lado las falsas vanidades. Allí se manifestó el auténtico, él que no se ocultaba tras el mítico ideal  del  torero que parecía tener el monopolio  de la valentía.  Allí se enfrentó ante un cobarde, ante el hombre de carne y hueso, como tantos otros hombres anónimos que se habían levantado esa misma mañana. Un actor de su propia historia, y no al matador que lidiaba toros bravos de Miura. Había llegado el día de hacer un ajuste de cuentas consigo mismo, clavar el estoque al espejo y embestir a quien allí se reflejaba,   una cura de humildad para acabar reconociendo como era en realidad. Hoy era él mismo el que se daba el toque de gracia después de vencido en la arena.


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Inmaculada Jiménez Gamero