Creación y caos en el temblor, las
hojas simulaban un murmullo definitivo. Se rompían los segundos al cobijo del
tabique de apoyo. Todavía el sol calentaba sus orejas puntiagudas y el aire rozaba
su cara felina al descubierto, placida, como de no haber sufrido. Su pelo gris,
ella, tan pequeña, en pocos minutos quedaría sepultada por la dignidad de la
tierra que acoge a todos los seres.
Era una gatita temerosa y
asustadiza. Poco a poco aprendió a confiar en mí, cuando por ausencia de su
dueña me oía entrar canturreando la misma frase. Yo llegaba en medio de su
soledad para atenderla, sabía de mi esmero por evitarle el miedo. Al principio
se escondía en lo más alto de los muebles de la cocina. Pasaron los años y se
volvió más confiada, supo agradecer mi paso por su vida como yo la suya por la
mía.
El pico y la pala cavaron la
tumba donde descansa en la eternidad de los gatos. La acomodé con su sudario marfil,
por si el frío… La sencillez del epitafio escocía como pimienta molida sobre una
herida. Y me arrodillé para cubrirla de la tierra que leve ha de serle. Duelen
todos los adioses eternos, también el de una gatita. Ojos de selva, latidos de
naturaleza, párpados que se cierran y abren ligeramente para decir, gracias,
estoy feliz. Comunicación poética o eso me parece cuando veo belleza.
No eras mi mascota, las dos nos
cruzamos como se cruzan los caminos y te estimaba gatita linda, y te cuidé como
si lo fueses. Conmigo tuviste que morir, tu anciana madre humana no te encontró
sin aliento, ella todavía cree que estás gordita y juegas con Lukas.
El enterrador y yo compartimos un
mismo vacío, era la gata compañera de nuestra madre. Cómplices, la vida nos dio limones para
llorar con lágrimas de recuerdos.
Amanda Gamero
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